Tuesday, April 26, 2005

Ramón J. Sender - Crónica del alba (II)


El mancebo y los héroes

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El sucio mundo no la merecía (...), y para ella debía haber un lugar adecuado más alto que la tierra.
La misma cosa han debido pensar alguna vez todos los adelescentes enamorados que en el mundo han sido. Y luego, con el tiempo, han tenido que cambiar de parecer. Ese es uno de los pequeños dramas de la adaptación a la realidad. La abdicación de una especie de limpidez sobrenatural.


La onza de oro

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Cuando pensaba en Valentina y en mi amor y relacionaba mis sentimientos con los de otras personas por sus esposas -por ejemplo, mi abuelo-, tenía la impresión de que todos se habían equivocado en la vida, y que sólo yo y Valentina teníamos razón. Todos habían hecho alguna gran tontería cuyas consecuencias estaban pagando, menos yo. Yo sería en el mundo el primero que acertaría con mi amor y mi matrimonio. Quién sabe. Tal vez, en el fondo, era verdad que mi amor y el de Valentina eran el amor ideal y más o menos utópico que la naturaleza reservaba para alguna clase de meritoria pareja excepcional. Nosotros éramos aquella pareja. Pensaba todo esto serena y tranquilamente, y lo creía de veras.

(...)
Yo comprendí que mis palabras habían sido crueles. Pero me sentía feliz, y la gente feliz es o puede ser cruel.

(...)
Aunque parezca raro, el hecho de estar con Valentina no me daba valor físico, sino que me debilitaba de algún modo. Me daba valor, Valentina, en su ausencia. Pensando en ella, sería capaz de hacer alguna proeza difícil. Estando juntos, me sentía sólo enamorado e inerme. Es verdad que la mujer que amamos nos quita energías en un sentido, aunque nos las da en otro. Tal vez es así con todas las cosas de la vida.

(...) me preguntó qué haría yo si ella se muriera. Le respondí muy convencido:
- No. Tú no puedes morirte.
De verdad, era algo que no podía imaginar. ¿Se puede concebir que se apague el sol, que desaparezca la tierra bajo nuestros pies? Para mí, aquella criatura era de veras inmortal.

Los niveles del existir

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Todo era muerte y amor en España. El amor es la circunstancia más alta e intensa de la vida, y desde ella se ve la vertiente del otro lado con los valles cenicientos de la muerte.

(...)
Pensaba que dentro de aquella grande rueda de la existencia total del hombre, había también otras ruedas menores que daban vueltas, más de prisa, con velocidades diferentes. Por ejemplo, cada día del despertar al anochecer y al dormir, cada día, en la vida de cada cual, era una ruedecita: despertar, comer, soñar, reír, llorar, dormir; despertar, soñar, comer, reír, llorar, amar, dormir... y cada hora otra ruedecita menor: recordar, desear, olvidar; recordar, desear, olvidar... y cada minuto otra ruedecita menor; quizá sí, quizá no; quizá sí, quizá no; quizá sí, quizá no. Y cada segundo: me voy, me voy, me voy, me voy, me voy, me voy, porque todos estamos yendo siempre. Y cada tercero: yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo...

(...)
Las convenciones sociales eran secundarias. Quiza es difícil de entender, hasta tal extremo nuestra vida ha sido viciada por el recelo, la falta de fe en nosotros mismos y en el amor de los otros. ¿Qué podríamos recelar Valentina y yo, si en cualquier momento el uno habría dado la vida por el otro? No es una manera de hablar, es la sencilla y total verdad de nuestras vidas. Si me dijeran en aquel momento que Valentina había muerto, yo saltaría por la ventana y me mataría con la mayor tranquilidad del mundo, no por deseo de matarme sino de estar en donde esta ella, aunque ese lugar fuera la nada. Y si en otro caso yo iba a Bilbao y le decía a Valentina que iba a suicidarme y le proponía a ella hacer lo mismo, Valentina pondría la cabeza donde la pusiera yo o entraría conmigo en el mar (cogidos de la mano) hasta que el agua nos cubriera. Y el mar nos mataría, pero ni el cielo ni el infierno ni las olas ni las corrientes submarinas soltarían nuestras manos. No habría nadie capaz de soltar nuestras manos, que seguirían enlazadas hasta la desintegración natural de la materia, entre las algas y los arrecifes de coral. Después, tal vez, de años y años.

(...) Estaba dispuesto a morir, pero mi disposición a aceptar la muerte no me daba valentía alguna. No era la muerte la que temía, sino alguna clase de humillación. De horrenda y bellaca experiencia. Era -repito una vez más- el miedo del valiente que se traiciona a sí mismo.
© Ramón J. Sender

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