Apoyada en el quicio de la ventana el aire comienza a oler a lluvia. La niebla se va cerniendo tímidamente sobre la bahía, y ante la inminente oscuridad con la que la tarde nos trae de la mano a la noche, comienzan a iluminarse ventanas por toda la ciudad.
Me imagino a los ocupantes de las estancias que las contienen llegar a casa después de un largo día, soltar el equipaje de guerra, rendirse ante la cifra que contemplarán en sus facturas de la luz y darle al interruptor. Ya está oscureciendo.
Siento curiosidad por las escenas que iluminan cada una de esas bombillas. Me gustaría traspasar esas paredes y echar una ojeada, nada morboso, simple curiosidad inocente. Cuántas de esos puntitos alumbrarán duchas relajantes o redentoras. Cuántas serán testigos de la cocción de una cena o de su ingesta. Las del edificio de enfrente son las que más información me conceden: distingo a la mujer de mediana edad recogiendo la ropa del tendedero, a la familia cenando en el salón, a la universitaria estudiando inclinada sobre su escritorio...
Me pregunto qué patrón matemático o pseudo-aleatorio siguen esas lucecitas para prenderse. El aire ya oxida. Se avecina tormenta.
En el primer piso ya ha empezado. No hacen ningún esfuerzo por ocultarlo ni graduar el volumen de sus voces, su última preocupación debe ser el que yo pueda oírles. Uno de los interlocutores pretende dar la discusión por finalizada con una sencilla concesión, sin darse cuenta de que no es lo que se necesita de éste. No se trata de hacer malabarismos con los compromisos, se trata de priorizar, y de verlo claramente, sin ayuda.
Silencios violentos se intercalan con fragmentos ahogados de diálogo. Al cabo de un rato la conversación cambia ligeramente de rumbo y el interlocutor increpante descarga su enojo en un tercer aludido no presente. Por suerte tampoco se trata de mí.
Cierto es que evito los enfrentamientos directos tanto como puedo, pero mi alivio no se debe a haberme librado de uno, puesto que no hubiera sido el caso. Algo en mi pecho llevaba anunciando tormenta desde el bochorno de esta mañana de finales de Agosto. Pero esa tampoco es la verdadera razón.
Las tejas que tengo al alcance de la mano ya se ven húmedas. El cielo se disputa los últimos grises y ocres. Se aprecian más luces. Incluso otras menores, parpadeantes, dentro de éstas. Claro, televisores. Mis ensoñaciones siempre se olvidan de ellos.
Se oyen voces exaltadas saliendo de una de las ventanas recién iluminadas. Otra discusión. ¿Habrá alguien en el piso superior, mirando hacia mi ventana iluminada?
Tuesday, August 28, 2007
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